Un día ya no podemos partir.
Repentinamente, se habrá hecho tarde.
No importará desde dónde
o hacia dónde era el viaje.
Tal vez hacia el otro extremo del mundo
o sólo desde uno hacia su sombra.
Dibujaremos entonces la figura de un pájaro
y la clavaremos encima de la puerta
como blasón y memento,
para recordar que tampoco existe
la última partida.
Y la lanza,
que ya estaba clavada en el suelo,
sólo se hundirá un poco más.