Lautréamont

Los cantos de Maldoror, 1, 6 – LAUTRÉAMONT

Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. Entonces, qué grato resulta arrebatar brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene vello sobre el labio superior y, con los ojos muy abiertos, hacer como si se le pasara suavemente la mano por la frente, llevando hacia atrás sus hermosos cabellos. Inmediatamente después, en el momento en que menos lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, pero evitando que muera, pues si muriera, no contaríamos más adelante con el aspecto de sus miserias. Luego se le sorbe la sangre lamiendo sus heridas, y durante ese tiempo, que debería tener la duración de la eternidad, el niño llora. No hay nada tan agradable como su sangre, obtenida del modo que acabo de referir, y bien caliente todavía, a no ser sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre, ¿nunca has probado el sabor de tu sangre, cuando por accidente te has cortado un dedo? Es deliciosa, ¿no es cierto?, porque no tiene ningún sabor. Además, ¿no recuerdas el día que, en medio de lúgubres reflexiones, llevabas la mano formando una concavidad hasta tu rostro enfermizo empapado por algo que caía de tus ojos; la cual mano se dirigía luego fatalmente hacia la boca que bebía a largos sorbos, en esa copa trémula, como los dientes del alumno que mira de soslayo a aquel que nació para oprimirlo, las lágrimas? Son deliciosas, ¿no es cierto?, porque tienen el sabor del vinagre. Se dirían las lágrimas de la que ama apasionadamente; pero las lágrimas del niño dan más placer al paladar. El niño no traiciona pues todavía no conoce el mal, mientras la que ama apasionadamente acaba por traicionar, tarde o temprano… lo que adivino por analogía, aunque ignoro qué son la amistad y el amor (y es probable que nunca los acepte, por lo menos de parte de la raza humana). Y ya que tu sangre y tus lágrimas no te disgustan, aliméntate, aliméntate con confianza de las lágrimas y de la sangre del adolescente. Tenle vendados los ojos mientras tú desgarras su carne palpitante; y después de haber oído por largas horas sus gritos sublimes, similares a los estertores penetrantes que lanzan en una batalla las gargantas de los heridos en agonía, te apartarás de pronto como un alud, y te precipitarás desde la habitación vecina, simulando acudir en su ayuda. Le soltarás las manos de venas y nervios hinchados, permitirás que vean nuevamente sus ojos despavoridos, y te pondrás a lamer otra vez sus lágrimas y su sangre. ¡Qué auténtico es entonces el arrepentimiento! La chispa divina que existe en nosotros y que sólo muy pocas veces se revela, aparece demasiado tarde. Cómo rebosa el corazón al poder consolar al inocente a quien se ha hecho tanto daño: «Adolescente que acabas de sufrir dolores crueles, ¿quién ha sido capaz de cometer en ti un crimen que no sé cómo calificar? ¡Desdichado de ti! ¡Cómo debes sufrir! Si lo supiera tu madre, no estaría ella más cerca de la muerte, tan detestada por los culpables, de cuanto lo estoy yo ahora. ¡Ay! ¿Qué son, entonces el bien y el mal? ¿Son acaso la misma cosa que testimonia nuestra furibunda impotencia y el ardiente deseo de alcanzar el infinito por cualesquier medios, por insensatos que fueren? ¿0 bien son dos cosas distintas? Sí… es mejor que sean la misma cosa… porque de no ser así, ¿qué me ocurrirá el día del Juicio Final? Adolescente, perdóname; éste que se encuentra frente a tu noble y sagrado rostro, es el mismo que acaba de quebrar tus huesos y desgarrar esa carne que cuelga de diversos sitios de tu cuerpo. ¿Es acaso un delirio de mi razón enferma, es acaso un instinto secreto que escapa al control de mis razonamientos, y similar al del águila que desgarra su presa, lo que me ha impulsado a cometer este crimen? ¡Y con todo yo he sufrido a la par de mi víctima! Adolescente, perdóname. Cuando hayamos abandonado esta vida efímera, quiero que estemos estrechamente abrazados para toda la eternidad, que ambos formemos un único ser, tu boca íntimamente unida a la mía. Pero aun así mi castigo no será completo. Tendrás, además, que desgarrarme sin detenerte nunca, con los dientes y las uñas a la vez. Adornaré mi cuerpo con guirnaldas perfumadas para este holocausto expiatorio; y entonces sufriremos los dos, yo por ser desgarrado, tú por desgarrarme… con mi boca unida a la tuya. ¡Oh adolescente de cabellos rubios, de ojos tan dulces! ¿Harás ahora lo que te pido? Quiero que lo hagas a pesar tuyo, para que mi conciencia vuelva a ser feliz». Después de hablar en estos términos, habrás hecho daño a un ser humano, pero al mismo tiempo serás amado por él: es la mayor dicha que pueda concebirse. Más adelante podrás internarlo en un hospital, porque el lisiado no podrá ganarse la vida. Un día te llamarán magnánimo, y las coronas de laurel y las medallas de oro esparcidas sobre el gran sepulcro ocultarán tus pies descalzos al rostro del viejo. ¡Oh tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la santidad del crimen!, me consta que tu perdón fue inmenso como el universo. En cuanto a mí, todavía existo.