Mientras ella se reía, era consciente yo de que me iba atrapando en su risa y haciéndome parte de ella, hasta que sus dientes fueron sólo estrellas fortuitas con talentos para adiestrar a un pelotón. Fui atraído por breves gritos sofocados, aspirado por cada momentánea mejoría, finalmente perdido en las cuevas oscuras de su garganta, herido por la reverberación de unos músculos ocultos. Un camarero mayorcito, de manos temblorosas, apresuradamente extendía sobre la mesa verde de hierro oxidado un mantel a cuadros rosa y blanco, diciendo: «Si la dama y el caballero desean tomar el té en el jardín, si la dama y el caballero desean tomar el té en el jardín…» Decidí que sí la palpitación de sus pechos pudiese ser detenida, algunos de los trozos de la tarde podrían recomponerse, y concentré mi atención con cuidadosa sutileza en lograr ese objetivo.
Sección: T. S. Eliot