Pagett, el diputado, era un embustero charlatán;
decía que el calor de la India era «un mito oriental»;
vino por cuatro meses, «a estudiar el Oriente», en noviembre;
y yo lo convencí para que se quedara hasta septiembre.
Llegó marzo, y los pájaros. Y Pagett, tan contento,
dijo que yo vivía como un príncipe, y me echó en cara el sueldo.
Se fue marzo, y las rosas. «¿Y el calor?», preguntaba.
«Ya vendrá», decía yo. Respondía: «Bobadas».
Abril trajo las pancas, el calor y los chinos.
A Pagett lo llenaron de ronchas los mosquitos.
Fue un banquete para ellos, mientras él se cebaba
en los hermanos arios que lo abanicaban.
Mayo entró con tormentas de arena, y Pagett enfermó
con el sol y con otras delicias que probó:
para empezar, diez días mal del hígado —demasiada cerveza—;
luego, lo que él llamó «unas fiebres severas»,
y en junio, con las lluvias, una disentería
que le hizo perder peso y añorar la partida;
ya no me echaba en cara lo bien que aquí vivíamos;
más bien, se preguntaba cómo lo resistíamos.
Julio fue un poco insano. Pagett confundió el miedo
con el cólera morbo, temió por su pellejo
y lloró por su hogar, desde el exilio.
Yo llevaba siete años ya sin ver a los míos.
Y un día que pasamos de cuarenta en el patio,
Pagett —ya he dicho que era gordo— sufrió un desmayo
y allí acabó la broma: el perjuro de Pagett
se largó —algo más ducho en «mitos orientales».
Lo dejé en la estación y volví riéndome
de todos estos tontos que escriben sobre Oriente;
y creen que, tras un viaje, nos saben gobernar.
Ruego a Dios que no deje de mandarme otro igual.