La pala del arqueólogo
excava las viviendas
abandonadas desde antiguo,
desenterrando pruebas
de unas formas de vida que ya nadie
daría como posibles,
sobre las cuales él no tiene nada
sólido que decir
¡qué afortunado!
La ciencia puede tener sus propios fines,
pero la suposición resulta siempre
más divertida que la certeza.
Sabemos que el Hombre,
por miedo o por respeto,
siempre enterró a su muertos.
Lo que destruyó una ciudad,
ya sea erupción volcánica,
fluvial inundación
u horda humana
deseosa de esclavos y de gloria,
deja siempre sus huellas.
Y estamos del todo seguros
de que, nada más erigir sus palacios,
los gobernantes,
a pesar del halago del sexo
y de la adulación,
debieron de pasarse la vida bostezando.
Pero, ¿indican los silos subterráneos
un mal año de hambre?
Cuando una emisión de moneda
deja de circular, ¿debemos deducir
de ello una gran catástrofe? Quizás, quizás.
En las estatuas y murales
vislumbramos
lo que reverenciaban los Antiguos,
pero no podemos sospechar
con motivo de qué se amedrentaban
o se encogían de hombros.
Los poetas nos han transmitido sus mitos,
pero, ¿qué interpretación les daban ellos?
Una incógnita.
Cuando los normandos oían el trueno,
¿creían seriamente
que Thor martilleaba?
Yo creo que no, juraría
que los hombre han considerado siempre los mitos
como Grandes Historias,
que su única preocupación
era justificar
ritualmente sus acciones.
Sólo a través del rito
podemos renunciar a nuestras rarezas
y ser de verdad íntegros.
No significa esto que todos los ritos
deban ser igualmente apreciados:
algunos resultan abominables.
No hay nada que al Crucificado
le desagrade más
que una matanza para apaciguarle.