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Tarde otoñal en la ciudad humilde… – JOSEPH BRODSKY

Tarde otoñal en la ciudad humilde,
orgullosa de estar en el mapa
(al cartógrafo aquel le vino un arrebato,
o engatusó a la hija del alcalde).

Cansado de sus propias veleidades,
parece que el Espacio se despoja,
aquí, de su Grandeza; se limita al trazado
de la Calle Mayor. Y el Tiempo, con el frío
en los huesos, no aparta la mirada
del reloj de la tienda de ultramarinos
(que encierra en sus entrañas todo cuanto
se fabrica en el mundo: del alfiler al telescopio).

Hay un local de cine, varios bares
y a la vuelta un café con los cierres echados.
En lo alto del banco de ladrillo rojo
hay un águila con las alas muy desplegadas.
Nadie recordaría la existencia de la iglesia,
ni de sus redes, si no estuviera junto a Correos.
Si los feligreses dejaran de procrear,
el párroco les bautizaría los automóviles.

En el silencio los saltamontes se vuelven locos.
A las seis de la tarde las calles están despobladas,
como después de una explosión atómica.
Sale la luna y se instala en el centro
de la ventana, Eclesiastés.
Y muy de tarde en tarde un Buick lujoso,
de paso hacia algún sitio, alumbra con los faros
el monumento al Soldado Desconocido.

Aquí no se sueña con mujeres ligeras de ropa,
sino con una carta dirigida a tu nombre.
Será el lechero, al ver la leche agria,
quien primero tendrá noticia de tu muerte.
Aquí se vive de espaldas al calendario,
tragando bromuro, sin salir de casa,
y mirándote el rostro en un espejo,
igual que las farolas se miran en los charcos.

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