Miguel Hernández

Las cárceles II – MIGUEL HERNÁNDEZ

Aquí no se pelea por un buey desmayado,
sino por un caballo que ve pudrir sus crines,
y siente sus galopes debajo de los cascos
pudrirse airadamente.

Limpiad el salivazo que lleva en la mejilla,
y desencadenad el corazón del mundo,
y detened las fauces de las voraces cárceles
donde el sol retrocede.

La libertad se pudre desplumada en la lengua
de quienes son sus siervos más que sus poseedores.
Romped esas cadenas, y las otras que escucho
detrás de esos esclavos.

Esos que sólo buscan abandonar su cárcel,
su rincón, su cadena, no la de los demás.
Y en cuanto lo consiguen, descienden pluma a pluma,
enmohecen, se arrastran.

Son los encadenados por siempre desde siempre.
Ser libre es una cosa que sólo un hombre sabe:
sólo el hombre que advierto dentro de esa mazmorra
como si yo estuviera.

Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero.
Ata duro a ese hombre: no le atarás el alma.
Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias:
no le atarás el alma.

Cadenas, sí: cadenas de sangre necesita.
Hierros venenosos, cálidos, sanguíneos eslabones,
nudos que no rechacen a los nudos siguientes
humanamente atados.

Un hombre aguarda dentro de un pozo sin remedio,
tenso, conmocionado, con la oreja aplicada.
Porque un pueblo ha gritado, ¡libertad!, vuela el cielo.
Y las cárceles vuelan.