Pregunté a cada cosa
si tenía
algo más,
algo más que la estructura
y así supe que nada era vacío:
todo era caja, tren, barco cargado
de multiplicaciones,
cada pie que pasó por un sendero
dejó escrito en la piedra un telegrama
y la ropa en el agua del lavado
dejó caer en gotas su existencia:
de clima en clima fui sin saber nunca
dónde dejar mi atado que pesaba
con los conocimientos que cargué,
hasta que tanto ver y conocer,
andar y andar, pregunta que pregunta
a cada silla, a cada piedra, y luego
a tantos hombres que no respondieron,
me acostumbraron a contestar solo:
a responderme sin haber hablado:
a conversar con nadie y divertirme.
Era tal vez lo que sucede al ciego
que de tanto no ver ya lo ve todo
y a un solo punto
mira
con la insistencia sólida del buzo
que baja a un solo pozo del océano
y allí todos los peces se congregan.
Pues bien, cuando dejé
de sacudir la tierra
y mover cada cosa de su sitio
pensé que cada cual me halagaría
con un pequeño gracias o sonrisa
o parabién o paracualquier cosa,
mas no fue así y aquellos habitantes
de la ciudad terrible
alargaron un dedo,
un largo dedo muerto hacia mi vida
y con un ojo impune,
con un ojo de cíclope castrado
me vigilaron cuidadosamente:
«Disfruta de sus rentas clandestinas»,
dijo un astuto y criminal cadáver.
«Tiene automóvil», dijo una beata
con un escalofrío de dolor.
Y otro pasó vestido de poeta,
elegante y colérico conmigo
porque yo no cambiaba de camisa
y no tenía amor por su gerente.
Me dije, pues, las cosas de este modo
siguen siendo y tal vez
tienen razón:
pero de tan malvado
me resolví a seguir sin saber nada,
sin reclamar dos ojos por un ojo,
ni una mano por uña:
me decreté la dicha interminable
de que hablaran los pueblos por mi canto.