Yo bien sé que tu fe me ayuda como un báculo,
y sé que la esperanza tiene un ancla de oro,
y que el amor-custodia brilla en tu tabernáculo
y por eso te ruego a veces, y oro, y lloro.
Mas el don que diste de comprender me abruma.
Es una lamparilla para la noche tan vasta
como es nuestra existencia de tiniebla y de bruma.
En veces he mordido dudas candentes, y hasta
he tenido, Señor, el pavor de tu ausencia.
La culpa ha sido del misterioso destino
que hizo gustar al hombre la fruta de la ciencia,
cuya pulpa estaba hecha de veneno divino.