Acaso ignores, Dios mío,
cómo son las noches para los que no duermen.
El terror invade aun a los que guardan limpio su corazón,
los sobresalta, como falsos muertos cuando paños negros los rodean,
y crispan sus lívidas manos,
tejidas en una salvaje fiebre
cual perros azuzados.
El pasado les espera todavía
y su vida futura
está llena de yacientes muertos.
Un hombre embozado llama, y entonces
con ojos y oídos anhelantes
sueñan descubrir el canto de un gallo
que anuncie un alba deseada.
Pero la noche es una vasta casa…
Con las manos heridas por el miedo
arrancan las puertas de los muros
y se encuentran en corredores infinitos
sin un umbral que en la noche los libre.
Y así es cada noche, Dios mío,
siempre llena de insomnes que han huido del lecho
y caminan eternamente sin hallarte.
¿Los oyes golpear la oscuridad
con sus pasos de ciego?
En las escalinatas torcidas al vacío,
¿los oyes implorarte?,
¿los oyes caer sobre las negras piedras?
Debes oírlos llorar porque ellos lloran
y yo te busco porque frente a mi puerta pasan
y casi los veo. Pero,
¿a quién debo llamar si no a ti,
que eres oscuro y más nocturno que la noche,
al único que, sin lámpara, puede velar sin miedo,
a ti, el profundo, a quien la luz
no ha corrompido todavía y a quien conozco
porque horadas la tierra con árboles
y asciendes dulcemente
en aroma a mi abatido rostro?
Sección: Rainer María Rilke